Hay, Señor, en tu adorable Pasión,
una palabra que, sin vibrar en mis oídos,
llega a lo más profundo de mis entrañas,
que me conmueve, admira y enternece
y habla como ninguna…
No es la palabra de los discípulos que te
niegan,
ni la de los jueces que te escarnecen,
ni la de los sayones que te insultan,
ni la de la plebe que te blasfema,
ni siquiera la de las piadosas mujeres que te
compadecen.
Es la palabra que tú no has pronunciado,
la de tu silencio, severo, grave, solemne,
no interrumpido ni para quejarte,
disculparte, justificarte,
ni menos para recriminar, volver por tu honra
y la de los tuyos, vindicar tu vida,
hundir en los abismos de la nada a tus
acusadores…
¡Silencio largo, adorable, misterios de la
Pasión de Cristo!
¡Cuánto confundes mi afán de justificarme,
disculparme, razonar,
volver por los fueros
de mi orgullo,
egoísmo y amor propio!
¿Cuándo, Señor, cuándo aprenderé tu silencio,
y cuándo sabré que Tú, y sólo Tú eres el que
justificas
y condenas, y que el juicio y estima de los
hombres
nada valen si Tú no los sancionas?
¿Cuándo, Jesús mío, aprenderé a callar,
a hablar poco con los hombres y a hablar
mucho contigo?
¿Cuándo imitare tu silencio, humilde,
paciente, adorable?
Jesús autem tacebat.
¡Oh Jesús callado, dame la santa virtud de tu
silencio!
A Jesús de Medinaceli se le hacen tres peticiones y siempre concede una de ellas.
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